¿CÓMO FUNCIONA EL CEREBRO?:
PRINCIPIOS GENERALES. Autora: HERMINIA
PASANTES
EL CEREBRO, como todo en el
organismo animal, está formado por células, pero las del cerebro son
excepcionales por su impresionante diversidad, por la complejidad de sus
formas, por la intrincadísima red que comunica a unas células con otras.
Algunas son modestamente estrelladas, otras recuerdan, por su forma, a los
animales marinos, calamares y medusas, otras tienen bifurcaciones complejas, y
otras más, en fin, exhiben increíbles penachos con ramificaciones que se
extienden en áreas muchas veces mayores que el cuerpo de la célula (figura
I.l). Las células del cerebro se llaman neuronas.1 La estructura y la comunicación de las neuronas, en los albores de este
siglo, fueron descritas magistralmente por el sabio español Santiago Ramón y
Cajal —un gigante de la ciencia— quien encontró en el minucioso
escudriñar de
las laminillas bajo el microscopio una característica fundamental de la
comunicación entre las células nerviosas: casi nunca se tocan, están separadas
por pequeñísimos espacios, cuyo significado y enorme importancia vendría a
conocerse mucho tiempo después. A pesar de las diferencias en la forma de las
neuronas, su estructura en los sitios en los que se comunican unas con otras es
muy similar. La parte de la neurona que "habla" con otra neurona
tiene siempre una estructura típica, y la región de la neurona que recibe ese
contacto también tiene una forma característica. A esta zona de interacción de
las neuronas se le llama sinapsis
(del griego sunayiV = unión, enlace), y su funcionamiento es esencial para
explicar prácticamente todas las acciones del cerebro, desde las más sencillas
como ordenar a los músculos que se contraigan y se relajen en forma coordinada
para llevar a cabo un simple movimiento, hasta las más complicadas tareas
intelectuales, pasando también por las funciones que originan, controlan y
modulan las emociones.
Figura I.1 Variedad de formas de las
neuronas.
A través de esta comunicación las
neuronas forman redes complicadísimas, que por supuesto estamos muy lejos de
conocer por completo. Sabemos que algunos de estos circuitos están relacionados
con el movimiento, otros con el sueño, y otros más con las emociones y la
conducta. La identificación de estos circuitos puede lograrse con distintos
métodos, pero uno relativamente simple consiste en estimular una neurona o un
grupo de neuronas y luego tomar un registro en las neuronas que sospechamos se
comunican con las primeras. Tanto la estimulación como el registro se llevan a
cabo mediante los electrodos, los cuales son pequeñísimos tubos de vidrio que
contienen soluciones que permiten el paso de la corriente eléctrica. A través
del electrodo se hace pasar una corriente eléctrica muy pequeña, y si la
neurona estimulada está en conexión con la que se está registrando, se
advertirá una señal eléctrica. De esta forma pueden rastrearse los contactos
funcionales entre las células nerviosas.
Los primeros circuitos funcionales
identificados fueron los más sencillos, como aquellos que, partiendo de la
corteza cerebral, terminan en distintos músculos del cuerpo. El procedimiento
para su localización también fue muy rudimentario. Las observaciones pioneras
en este campo se hicieron durante la guerra entre Prusia y Dinamarca, alrededor
de 1864, cuando el médico alemán Theodor Fritsch se dio cuenta que al tocar
algunas áreas descubiertas del cerebro de algunos heridos se producían
movimientos musculares siempre en el mismo lugar. Terminada la guerra, al
volver a la práctica médica en Berlín, él y un colega suyo, Eduardo Hitzig,
comenzaron a diseñar experimentos para demostrar esta posibilidad. Como no
contaban con instalaciones ni laboratorios equipados de ninguna naturaleza,
hicieron sus experimentos en la casa del doctor Hitzig, utilizando perros a los
cuales anestesiaban y estudiaban sobre la mesa de costura de la señora Hitzig,
quien ciertamente debió ser una mujer muy tolerante.
Estos experimentos demostraron la
localización de las funciones motoras en la corteza del cerebro y la existencia
de conexiones neuronales desde ésa hasta los músculos. Otros investigadores
prosiguieron esta tarea con más detalle y, suponemos, con mejores condiciones
para realizar su trabajo. Fue así como se pudo identificar, primero en perros,
luego en primates y finalmente en el hombre, cuáles son las áreas de la corteza
cerebral que se conectan con los distintos músculos del cuerpo, de la cara y de
las extremidades. Lo mismo se hizo para la percepción sensorial. Se observó en
estos experimentos que el movimiento y la sensibilidad de algunas regiones del
cuerpo requieren un mayor número de neuronas en la corteza, por ejemplo, las
manos y la lengua. Se elaboró así el famoso mapa del "homúnculo"
(hombrecito), reproducido en la figura I.2.
Figura I.2. Mapa del homúnculo
(hombrecito). Área en la que se ubican las neuronas en la corteza sensorial y
en la corteza motora que tienen bajo su control las distintas regiones del
cuerpo, la cabeza y las extremidades.
Con estas bases, otros investigadores
emprendieron la tarea de hacer un "mapa" de otras funciones
localizadas principalmente en la corteza, y de esta forma se pudo determinar
que existen áreas visuales (corteza visual), auditivas (corteza temporal) o
para la percepción táctil (figura I.3). Con técnicas más elaboradas se
localizaron también áreas de la corteza relacionadas con funciones más
complejas, como la actividad intelectual, y también con la conducta. Estas
últimas, sin embargo, están localizadas sólo parcialmente en la corteza
cerebral y se encuentran más bien en otras estructuras del cerebro situadas
debajo de la corteza. En particular, el conjunto de estructuras que se conocen
como sistema límbico (punteado
en la figura I.4A) tienen gran importancia en el origen y el control de las
emociones. Dentro de este gran circuito, una pequeña región, el hipotálamo (figura I.4A), está
asociada a muchas conductas emocionales y a funciones como el hambre y la sed.
En efecto, en experimentos hechos con ratas, se ha podido observar que destruyendo
algunos núcleos del hipotálamo (figura I.4B) —los núcleos son grupos de
neuronas— el animal deja de comer y puede incluso morir de hambre literalmente
en medio de la más apetitosa comida. Con estos estudios y otros similares se
concluyó que a través de este núcleo es que se siente la necesidad de comer. Al
ser destruidas las células de este núcleo, el animal tiene la continua
sensación de estar lleno, y por tanto es incapaz de comer. A esta región del
hipotálamo se le conoce como el centro de la saciedad. (Estos experimentos nos
indican que las ratas no conocen el pecado de la gula, tan frecuente en la
especie humana, ya que a diferencia de muchos de nosotros, el animal al
sentirse saciado deja de comer.) En una región cercana a este núcleo de la saciedad
se encuentra su opuesto, es decir un grupo de neuronas que, al ser destruidas,
hacen que el animal pierda la capacidad de sentirse saciado y siga comiendo,
sin cesar, hasta que no puede prácticamente moverse por la cantidad de alimento
que ha ingerido. Por supuesto, estos núcleos del hipotálamo responden a
señales, como el nivel de glucosa en la sangre que lo induce a alimentarse y
que se encuentran bajo otras influencias nerviosas, principalmente de la
corteza, incluidas las del origen del pensamiento y la imaginación. Así, sobre
todo en el humano, el impulso de comer se puede modificar ante la vista o aun
ante la simple evocación de alimentos apetitosos.
Figura I.3. Áreas en la corteza
cerebral donde se localizan las neuronas relacionadas con distintas funciones.
Figura I.4. A) localización del
hipotálamo en el cerebro. El hipotálamo forma parte de un conjunto de
estructuras cerebrales conocidas como sistema límbico (punteado) que participan
de manera importante en la modulación de las emociones. B) en el hipotálamo se
encuentra una serie de núcleos (grupos de neuronas) que tienen a su cargo
funciones relacionadas con la generación, supresión y regulación.
También en el hipotálamo y en otras
áreas del sistema límbico se localizan núcleos celulares que al ser estimulados
provocan respuestas de cólera y agresividad en los animales, sin el concurso de
los agentes externos que normalmente los causan, por ejemplo, la presencia de
un ratón en el caso del gato. Estos núcleos del hipotálamo están modulados por
influencias de la corteza y de otros centros que son los que determinan la
amplitud y el vigor de la respuesta hipotalámica. En esta misma estructura
nerviosa se localizan núcleos cuya función es más compleja que la del simple
alimentarse, atacar o reproducirse. Esta posibilidad se derivó de las
observaciones llevadas a cabo por James Olds y sus estudiantes en la
Universidad McGill, en Canadá, en los años cincuenta. Estos investigadores se
hallaban interesados en el estudio del sueño y la vigilia, y el diseño
experimental para su investigación incluía la estimulación por medio de un
pequeño electrodo en otra región del mismo hipotálamo y que el animal debía
autoadministrarse pisando una palanca si quería recibir alimento como
recompensa (figura I.5). Por error, en una ocasión el electrodo de estimulación
fue implantado un poco más abajo de la zona deseada y, para sorpresa de los
investigadores, al cabo del primer autoestímulo en esta región con el recurso
de pisar la palanquita, la rata ya no tenía mayor interés en la recompensa o en
explorar los espacios, sino que volvía una y otra vez a oprimir la palanca, y
con ello a aplicarse el estímulo en el lugar del hipotálamo en el que se
encontraba el electrodo. Evidentemente, los fisiólogos se percataron de
inmediato de la importancia de su descubrimiento, y olvidando su proyecto
anterior acerca del sueño se dedicaron a afinar y desarrollar una investigación
acerca de este fenómeno asociado a lo que denominaron el núcleo del placer.
No parece ilógico extrapolar al ser
humano estas observaciones hechas en el gato o la rata. Los científicos saben
que las diferencias entre la especie humana y los otros animales no son tan
grandes, en lo que se refiere a su comportamiento biológico, y que la enorme
diferencia que evidentemente existe entre el gato y un ciudadano común, por no
hablar de las mentes privilegiadas como Kant o Einstein, radica no en una
diferencia en los principios generales con los que opera el sistema nervioso,
que son exactamente los mismos, sino en la extrema complejidad de las
conexiones interneuronales y tal vez en otros elementos que aún desconocemos.
No hay que olvidar que el problema mente-cerebro, es decir, el de la
localización celular de las funciones mentales superiores, no se ha resuelto, y
es uno de los grandes retos de la neurobiología moderna.
Sin embargo, es posible imaginar, a
la luz de estos sencillos experimentos, que la diferencia entre un individuo
colérico y otro apacible puede ser que en el primero estos centros de la
agresividad en el hipotálamo estén menos controlados por acciones inhibidoras
de otras neuronas, o más activados por una preeminencia de neuronas
excitadoras. El mismo razonamiento podría aplicarse a los centros hipotalámicos
del hambre y la saciedad e imaginar que esa afición por la comida, que tenemos
muchos de nosotros y que por supuesto y desafortunadamente se refleja en las
redondeces de la figura, tenga una explicación, en parte, en el tipo de control
que la corteza u otras estructuras ejercen sobre los núcleos del hipotálamo. No
es tan descabellado suponer que la afirmación popular acerca del buen carácter
de los gorditos tenga una base neurofisiológica a nivel del control de los
núcleos del hipotálamo, relacionados con la regulación del apetito y con las
distintas fases de la conducta agresiva.
La extrapolación podría parecer
bastante simplista, pero no deja de tener su contraparte experimental cuando
sabemos que la administración de ciertas drogas, como las anfetaminas, que
precisamente actúan aumentando la eficiencia de algunas conexiones neuronales
del tipo de las que se encuentran en el hipotálamo, da como resultado una
pérdida casi total del apetito, además de modificar espectacularmente muchos
rasgos del carácter del individuo, como veremos en otros capítulos. El esquema
de que lo que consideramos una actitud emocional tiene su asiento en el sistema
nervioso, va cobrando así cierta lógica.
Si consideramos que la riqueza y la
complejidad del pensamiento y del comportamiento humanos son, en buena medida,
un reflejo de la comunicación que existe entre sus neuronas, se justifica que
brevemente dediquemos nuestra atención a este tema.
Las neuronas tienen dos tipos de
prolongaciones. Unas generalmente ramificadas, que confieren a estas células su
aspecto estrellado o arborizado característico, y otras más largas y más
sencillas, los axones, que son aquellas a través de las cuales las neuronas se
comunican entre sí (figura I.6). La parte final del axón, que establece la
comunicación con la neurona adyacente, se llama terminal sináptica o
presinapsis, y se identifica en un gran número de sinapsis por la presencia muy
característica de estructuras esféricas: las vesículas sinápticas (figura I.7) cuya función es clave para la
comunicación interneuronal, como se verá más adelante. En la parte de la
neurona que recibe esta comunicación, la neurona postsináptica, no se observan
estructuras tan características, pero sí se sabe que están presentes unas
proteínas muy importantes, los receptores, encargados de recibir el mensaje que
la neurona presináptica quiere comunicar. Esta descripción corresponde a las
sinapsis llamadas químicas, porque, como se verá después, se comunican a través
de un mensajero químico. Existen, aunque en menor número, otro tipo de sinapsis
en las cuales la comunicación entre las dos neuronas es directa y no necesita
de un puente químico. Éstas son las sinapsis eléctricas que llevan a cabo una
comunicación rápida y sencilla entre las neuronas. Las sinapsis químicas, en
cambio, aunque más lentas, tienen mayores posibilidades, como se explicará
después.
Figura I.6 Una neurona típica está
formada por el soma y dos tipos de prolongaciones: las dendritas, cortas
y ramificadas y el axón, más largo. En el extremo del axón se establece
la comunicación con otras neuronas a través de las terminaciones o botones
sinápticos que contienen las vesículas sinápticas donde se almacenan los
neurotransmisores.
Figura I.7. Estructura de la
sinapsis en la que se observan el espacio sináptico, las vesículas sinápticas
de la neurona presináptica y los engrosamientos típicos de la neurona
postsináptica.
Las células del cerebro reciben
decenas de estos mensajes de otras neuronas, la mayor parte de los cuales se
transmiten a través de sinapsis de esta naturaleza. ¿Cómo se sabe que la
neurona recibió un mensaje de otra neurona? Las neuronas manejan un lenguaje
eléctrico, es decir, a base de cambios en las cargas eléctricas que llevan
algunos elementos químicos, muy importantes para la función del cerebro que son
los iones. Los más destacados son el sodio y el potasio, que tienen carga
eléctrica positiva, y el cloro con carga eléctrica negativa. Estos iones son
fundamentales para el sistema de comunicación de las neuronas. En el interior
de las células nerviosas predomina el potasio y algunas proteínas también con
carga eléctrica, mientras que afuera existe una alta concentración de sodio y
cloro. Estas diferencias en la concentración de las moléculas cargadas dan como
resultado una diferencia en la distribución de las cargas eléctricas y éste es
el lenguaje que entienden las neuronas. Cuando la neurona está
"callada", su interior es más negativo eléctricamente que el
exterior, pero esta situación cambia abruptamente cuando la neurona se comunica
con otras neuronas. En realidad, una neurona se comunica con muchísimas otras
neuronas al mismo tiempo (figura I.8). Le puede llegar una cantidad enorme de
mensajes que la neurona integra conjuntamente y, de acuerdo con la resultante
de esta integración, tendrá una carga más negativa o más positiva que en el
estado de reposo. Estos mensajes en realidad consisten en un cambio en la
distribución de las cargas eléctricas adentro de la neurona porque su membrana
se hizo más o menos permeable a los iones y el cambio de la permeabilidad de la
membrana se debe a la acción de sustancias químicas, los neurotransmisores, que son los
comunicadores de la relación entre las neuronas.
Figura I.8. Imagen de microscopía
electrónica en la que se observan los cuerpos de las neuronas, los axones y los
botones sinápticos.
¿Qué sucede entonces? Si la neurona
tiene una carga más positiva se genera una onda de información eléctrica, el
potencial de acción (figura I.9) la cual se propaga muy rápidamente en el
interior de la célula, en todas direcciones y también a través del axón que,
recordemos, tiene en su extremo la terminal por la que se comunicará con la
siguiente neurona. Si el potencial de acción al final del axón llega a una
sinapsis eléctrica, la corriente pasa directamente a la siguiente neurona, pero
si se trata de una sinapsis química lo que sucede es que el cambio en la carga
eléctrica abre unos poros por los cuales entra a la célula el ion calcio, muy
importante para el funcionamiento del sistema nervioso. Cuando aumenta la
concentración de calcio en la terminación presináptica, la neurona lanza al
exterior el neurotransmisor, que constituirá un puente químico entre las dos
neuronas. Lo que sucede después merece un párrafo aparte.
Figura I.9. El cambio en la permeabilidad
de la membrana al sodio genera una onda eléctrica, el potencial de acción que
se transmite por el axón hasta llegar a la terminación sináptica en la que
induce la liberación del neurotransmisor.
A principios de este siglo se
iniciaron las investigaciones que poco a poco han ido esclareciendo el
complicadísimo proceso de la comunicación entre las células nerviosas. El
descubrimiento de que esta comunicación se lleva a cabo mediante sustancias
químicas está asociado a una anécdota muy simpática, como hay muchas en la
historia de los descubrimientos. El investigador alemán Otto Loewi, en los años
treinta, estaba estudiando la forma como las células nerviosas transmiten su
mensaje a las fibras musculares del corazón de la rana, y tenía la idea de que
esta comunicación estaba mediada por una sustancia química que, liberada de los
nervios, o sea, de la sinapsis del final del axón, transmitiría una señal a las
fibras musculares del corazón, del mismo modo que una neurona se comunica con
otra. El mismo cuenta que una noche, cuando estaba medio dormido, se le ocurrió
una forma muy simple para probar su hipótesis. Vio con claridad meridiana las
posibilidades de demostrar sus ideas gracias a un diseño experimental muy
sencillo (que luego describiremos) y rápidamente tomando un papel y un lápiz
esbozó los lineamientos del experimento. Feliz con su ocurrencia se durmió
profundamente. Al día siguiente, en la adusta atmósfera del laboratorio, releyó
las líneas garrapateadas la noche anterior, y analizando críticamente el
experimento, desechó la idea de llevarlo a cabo, considerándolo demasiado
elemental. Algunas semanas después, de nuevo en la semiinconsciencia del sueño,
volvió a ver con claridad las potencialidades del experimento que había
concebido. Esta vez no esperó a la mañana siguiente. En ese mismo momento se
vistió, fue al laboratorio, tomó sus ranas y realizó el experimento que dio
inicio a toda la moderna bioquímica del cerebro.
Todo aquel que haya pasado por la
escuela secundaria sabe que el corazón de los animales, y el de las ranas en
particular; durante un tiempo sigue latiendo después de haberse extraído, si se
coloca en una solución que contenga los elementos básicos del plasma sanguíneo.
Una técnica un poco más complicada es la extracción del corazón junto con los
nervios que modulan el latido cardiaco. Un nervio no es otra cosa que un haz de
axones de un conjunto de neuronas. Como describimos en el párrafo anterior; a
través de los axones se envía el mensaje a la siguiente neurona o a una fibra
muscular. Si se estimula el nervio, por ejemplo, con un choque eléctrico, el
latido del corazón disminuye su fuerza y su frecuencia y esto puede registrarse
mediante un sencillo equipo de laboratorio. En el experimento a que nos
referimos, que se ilustra en la figura I.10, se extrajo un corazón de la rana,
con su nervio respectivo, y se lo colocó en un mismo recipiente con otro
corazón de rana pero sin que existiera entre ellos ningún contacto. La
hipótesis del doctor Loewi era que la comunicación entre la neurona a través de
su axón y la fibra muscular se llevaba a cabo a consecuencia de la liberación
de una sustancia química. Por tanto, si esto fuera así, la estimulación del
nervio del corazón número uno produciría no sólo una disminución en la fuerza
contráctil de este corazón, sino que al difundirse la sustancia química
hipotética a través del líquido en el que estaban bañados los dos corazones
produciría una atenuación en la contracción similar en el corazón número dos,
al cual no se había estimulado. Podemos imaginar la emoción del doctor Loewi
cuando la plumilla del aparato que registraba las señales del corazón número
dos comenzó a disminuir su ritmo hasta casi cesar las contracciones del
corazón, y demostrando así su hipótesis. El análisis y la identificación de la
sustancia química que constituía el puente de comunicación entre el nervio y el
músculo no fueron muy complicados, y así se descubrió el primer neurotransmisor
químico, al que se llamó acetilcolina.
Figura I.10. Dispositivo
experimental utilizado por Otto Loewi para demostrar la existencia de un
neurotransmisor, en este caso la acetilcolina que reduce la contracción
cardiaca.
Son generalmente sustancias
sencillas, cuyas fórmulas químicas se representan en las figuras I.11A y I.11B.
Considerando el número enorme de contactos que se establecen entre las
neuronas, es sorprendente el número tan pequeño de moléculas que la naturaleza
ha diseñado para transmitir los cientos de miles de mensajes entre las
neuronas. Algunos de estos neurotransmisores participan sobre todo en las
funciones motoras, como la acetilcolina, que es el transmisor de las órdenes
que las neuronas dan a los músculos voluntarios, pero en muchos casos un solo
neurotransmisor puede intervenir en la comunicación de neuronas que controlan
funciones muy distintas. Por ejemplo, la propia acetilcolina participa también
en los procesos de la memoria; la dopamina,
como veremos más adelante, parece ser crucial en la génesis de
trastornos mentales muy severos como la esquizofrenia, pero también está
involucrada en el movimiento y, su deficiencia es la causa de las alteraciones
motoras que se observan en los enfermos de Parkinson.
Figura I.11.B.
Los neurotransmisores pueden
clasificarse, desde el punto de vista de su estructura, en tres grandes grupos:
los aminoácidos, las aminas y los péptidos. Todos ellos parecen intervenir en
el origen y control de las emociones, aunque de algunos de ellos sabemos más
que de otros.
En párrafos anteriores describimos
cómo una neurona, después de integrar todos los mensajes que recibe, puede
transmitir su propio mensaje a la célula con la que se comunica. Este mensaje
es llevado por el neurotransmisor químico, también llamado mensajero químico,
el cual finalmente conducirá a un cambio en la permeabilidad de la membrana de
la neurona a la cual fue enviado, con lo que el mensaje se habrá transmitido.
Si se trata de un transmisor inhibidor; el cambio en la permeabilidad de la
membrana hará el interior de la célula más negativo eléctricamente,
dificultando de esta forma la excitación de la neurona. Si, por el contrario,
se trata de un transmisor excitador, el cambio de la permeabilidad de la
membrana será de naturaleza tal que haga menos negativo el interior de la
célula, facilitando así la generación del impulso nervioso. Todas estas etapas
son de profundo interés para el tema de este libro, ya que una alteración en
cualquiera de estos pasos de comunicación puede dar como resultado profundos
cambios en el comportamiento. Vale la pena, pues, dedicar cierto espacio a
describirlos en forma sencilla.
Al llegar el impulso nervioso a la
sinapsis, el cambio en la carga eléctrica abre canales por los cuales pasa el
calcio. Este ion existe en concentraciones pequeñísimas en el interior de la
célula cuando ésta se encuentra en reposo, pero al abrirse estos canales entra
al extremo del axón, que es un elemento clave para la liberación del
neurotransmisor. A pesar de que este hecho se conoce desde los trabajos
clásicos que un compatriota nuestro, Ricardo Miledi, hiciera en colaboración
con Bernard Katz, a fines de los años sesenta en Inglaterra, los detalles del
proceso todavía no están aclarados por completo. Sea cual fuere el mecanismo,
el resultado es que los neurotransmisores son expulsados de la neurona
presináptica para llevar el mensaje a la postsináptica. Los neurotransmisores
se almacenan en las estructuras características de la presinapsis, las
vesículas sinápticas, y permanecen ahí secuestrados hasta que el calcio los
hace salir en camino hacia la neurona a la que han de transmitir el mensaje
(figura 1.12).
Figura I.12. Esquema de la
estructura de las sinapsis mostrando la terminación de la neurona presináptica
con las vesículas donde se almacenan los neurotransmisores y la neurona
postsináptica en la que se encuentran los receptores. En el esquema superior se
muestra la sinapsis en reposo. En el inferior se ilustra el proceso de
liberación del transmisor de las vesículas, subsecuente a la apertura de los
canales de calcio.
Una vez que los neurotransmisores
han salido de la presinapsis, cruzan el espacio sináptico, y ya en la membrana
de la neurona postsináptica interactúan con una proteína, el receptor; que se
halla inserto en la membrana y que los reconoce, casi como una cerradura reconoce
una sola llave. Este contacto del receptor con el transmisor origina el mensaje
que reconocen las neuronas, es decir; un cambio en la permeabilidad celular a
un determinado ion y el cambio consecuente en la distribución de las cargas
eléctricas. En algunos casos, el receptor es el propio canal a través del cual
entran los iones, por ejemplo, el sodio. Normalmente el canal está cerrado,
pero se abre al entrar en contacto con el transmisor (figura I.13). Aquí podría
hablarse de una conversación directa. En otros casos, la interacción
transmisor-receptor desencadena una serie compleja de reacciones químicas que
culminan con la apertura de muchos canales iónicos, llevando al resultado final
que es el cambio en la permeabilidad de las neuronas, es decir; el mensaje que
la neurona quería transmitir (figura I.13).
Figura I.13. Los receptores
postsinápticos son de dos tipos. En uno de ellos el propio receptor es el canal
por donde se mueven los iones que cambiarán el estado eléctrico de las
neuronas. El receptor-canal se activa al interactuar con el neurotransmisor. En
el otro tipo el receptor, al unirse al neurotransmisor, desencadena una serie
de reacciones metabólicas mediadas por sistemas de segundos mensajeros como las
proteínas G y el AMPc que conducen finalmente a la activación de
un canal iónico.
Los receptores postsinápticos desempeñan un papel clave en la
fisiología de la conducta, como veremos después. En un principio se pensaba que
cada neurotransmisor se comunicaba con un solo tipo de molécula receptora y así
se hablaba del receptor del GABA, de la dopamina, de la serotonina, etc. Poco a poco se ha ido descubriendo que los
receptores de un mismo neurotransmisor no son siempre iguales, sino que existen
familias de receptores que, si bien interactúan con el mismo neurotransmisor;
tienen diferencias tales en su estructura que obligan a pensar que son moléculas
distintas. Como se han identificado estas diferencias es por la manera en que
estos receptores reaccionan con distintas sustancias creadas en los
laboratorios de investigación. Así se ha encontrado, por ejemplo, que existen
al menos cinco subtipos del receptor de la dopamina, cuatro subtipos del
receptor de la serotonina, y muchos más que están por descubrirse. Esta
variedad de subtipos de receptores es muy importante ya que tal vez sea el
mecanismo que permita que, manejando un solo neurotransmisor; puedan ejercerse
acciones diferentes en las distintas células. Además, esta circunstancia hace
posible que en los laboratorios puedan sintetizarse distintos fármacos para los
diferentes subtipos de receptores, permitiendo así una manipulación más eficiente
y selectiva de las funciones a cargo de un determinado neurotransmisor.
Una vez que el mensaje ha sido
transmitido, el neurotransmisor; ya terminada su función, debe dejar de
interactuar con el receptor y desaparecer del espacio sináptico para que pueda iniciarse
una nueva comunicación, si es necesario. Existen dos tipos de acciones que
permiten que esto suceda: en algunos casos, el neurotransmisor es destruido, en
los más, es transportado de nuevo a las neuronas. Estos mecanismos de
inactivación de los mensajeros químicos pueden estar modificados en muchas de
las alteraciones de la conducta, como se verá después, y son también el sitio
de acción de muchas drogas.
Como se describió en el párrafo
anterior; a veces los receptores son, en sí mismos, canales a través de los
cuales pasan los iones, lo que equivale a decir que cada receptor abre una sola
puerta a los iones que representarán el mensaje de la neurona presináptica. Es
ésta una comunicación rapidísima que dura sólo milésimas de segundo. Otras
veces, lo que hacen los receptores una vez activados por su interacción con el
transmisor (es decir; cuando la llave abrió la cerradura) es desencadenar una
serie de reacciones químicas, ilustradas en la figura I.14, mediadas por lo que
se llaman segundos mensajeros (los primeros son los neurotransmisores) que
llevan al resultado final que, en vez de abrir una sola puerta para la entrada
de los iones, abren muchísimas al mismo tiempo. Aunque más lenta, dura algunos
segundos, esta comunicación a través de los segundos mensajeros es finalmente,
mucho más eficiente.
Los segundos mensajeros son
moléculas pequeñas como los nucleótidos cíclicos (el AMP cíclico y el GMP
cíclico), el calcio, algunos fosfoionosítidos, así como el ácido araquidónico y
sus derivados (figura I.14). La comunicación entre los receptores y los
segundos mensajeros la hacen moléculas más grandes, las llamadas proteínas G,
las cuales a su vez regulan la actividad de las proteínas efectoras, como las
adenilciclasas, las fosfolipasas A2 y C y las fosfodiesterasas
(figura I.14) El óxido nítrico es una molécula cuya función como segundo
mensajero se ha descubierto recientemente. Este compuesto muy pequeño se forma
en algunas neuronas, a partir del aminoácido arginina, se difunde libremente en
el tejido nervioso y tiene la capacidad de incrementar la formación del GMP
cíclico, un importante segundo mensajero (figura I.14).
Figura I.14. Esquema de los sistemas
de segundos mensajeros que tienen a su cargo la amplificación de la
conversación entre las neuronas.
A través de los segundos mensajeros,
como se mencionó antes, a partir de una sola interacción transmisor-receptor
conducen a la apertura de muchos canales para la entrada de iones, es decir; de
muchos mensajes eléctricos, para la neurona, con lo que la conversación entre
las neuronas se ve enormemente amplificada Es necesario hacer notar que es un
proceso muy complejo, en el que los distintos eslabones deben funcionar de
manera acoplada y muy precisa para llegar sin tropiezos al resultado final.
Algunos de los segundos mensajeros,
como el AMP cíclico, el calcio y el diacilglicerol que, como se mencionó, se
forman como consecuencia de la interacción del neurotransmisor con el receptor;
pueden llegar a actuar hasta a un nivel genético, acelerando la transcripción
de los genes de las neuronas. La interacción entre los segundos mensajeros y
los genes ocurre a través de los llamados factores de transcripción que
incluyen entre los más comunes el CREB (por su nombre en inglés cyclic AMP response element-binding protein), que funciona en
asociación con el AMP cíclico y los llamados fos y jun. Estos
elementos y sus acciones sobre los genes constituyen una forma de respuesta de
las neuronas a más largo plazo, que pueden modificar, por ejemplo, las enzimas
que forman los neurotransmisores para incrementar su concentración o bien, como
en el caso de fos y jun, que llevan a la expresión inmediata de
genes después de la estimulación nerviosa, podrían participar en fenómenos de
más corta duración. El estudio de este grupo de terceros mensajeros es
relativamente reciente y está en plena expansión.
La comunicación entre las neuronas
consta, como se ha visto, de numerosas etapas, y en cada una de ellas puede
darse una interrupción por diversas causas. Muchos venenos animales como los de
las serpientes, arañas y escorpiones, producen daño y a veces la muerte, porque
precisamente interrumpen la comunicación entre las neuronas.
El proceso de salida del
neurotransmisor se puede alterar, por ejemplo, con sustancias que cierran la
entrada de los canales de calcio, interceptando así la señal para liberar el
neurotransmisor. Algunas sustancias de este tipo son útiles en el tratamiento
de los desarreglos de la presión arterial, modificando la salida del
neurotransmisor que comunica los nervios con los músculos de los vasos
sanguíneos. Otra forma de modificar el proceso de liberación del neurotransmisor
es impedir su entrada a las vesículas sinápticas. Cuando esto ocurre, el
transmisor que se va acumulando en la terminal presináptica inunda la sinapsis
y altera, en consecuencia, el proceso de comunicación normal entre las
neuronas. Algunas toxinas, como el veneno de la viuda negra, incrementan en
forma extraordinaria e indiscriminada la salida de los neurotransmisores de las
vesículas, con lo que alteran los mecanismos normales de comunicación, en
particular la de las neuronas con los músculos, y las personas afectadas mueren
generalmente de parálisis respiratoria. La muerte por botulismo ocasionada por la acción de una de las más potentes
toxinas que producen las bacterias que se desarrollan en alimentos
contaminados, se debe a que la toxina impide la liberación de los
neurotransmisores. Como se verá en su oportunidad, muchas de las drogas que
alteran la conducta humana ejercen sus efectos precisamente en esta parte del
proceso de comunicación interneuronal.
Los inhibidores de los
transportadores que, como vimos, tienen la importante función de terminar la
acción de los neurotransmisores, se están usando actualmente para evitar el
daño producido por los accidentes vasculares cerebrales y en algunos casos de
epilepsia. Algunas de las drogas psicoactivas, como la cocaína y las
anfetaminas, actúan en parte a través de una modificación en la eficiencia del
transportador de algunos neurotransmisores, como se verá en el capítulo
correspondiente.
Los receptores, es decir las
proteínas con las que interactúan los neurotransmisores, también pueden ser
afectados por sustancias, algunas naturales, otras sintetizadas en el
laboratorio, que son capaces de unirse a ellos como si fueran los propios
neurotransmisores, pero que no actúan como tales y, dependiendo de cuál sea su
efecto sobre el receptor y cuál el neurotransmisor afectado, tendrán
consecuencias importantes en la comunicación interneuronal.
La mordedura de una cobra causa un
cuadro bien identificado. El individuo tiene abundante salivación, dificultad
para respirar; y puede morir de un paro respiratorio. Ahora sabemos qué sucede
a nivel molecular con el veneno de la cobra. Este contiene una serie de
compuestos que por un lado destruyen las membranas de las células haciendo que
el veneno penetre más rápido, pero el principio activo más potente, que
finalmente es el causante de la muerte, es una sustancia que se conoce como
bungarotoxina y cuya acción está perfectamente identificada. La bungarotoxina
se combina con el receptor de la acetilcolina que, como mencionamos antes, es
el neurotransmisor que comunica las neuronas con los músculos. La bungarotoxina
se une a este receptor muy rápidamente y es capaz de desplazar de la unión con
el receptor a la propia acetilcolina. Pero a diferencia de la unión con su transmisor,
que es transitoria, la bungarotoxina se une en forma permanente, de modo que
impide la comunicación de los nervios con el músculo, precisamente a nivel de
la sinapsis. Éste es un ejemplo muy claro de lo que se llama un antagonista, es decir; un compuesto
suficientemente parecido a un neurotransmisor como para ocupar su lugar en el
receptor; pero que, por una parte, no lleva a cabo la función del transmisor
que, como ya sabemos, es la de cambiar la permeabilidad de la membrana y, por
otra, no permite que el verdadero neurotransmisor ocupe su lugar en el
receptor. En estas condiciones, la comunicación entre las neuronas queda
interrumpida y las consecuencias pueden ser fatales. La bungarotoxina es, por
lo tanto, un antagonista del receptor a la acetilcolina.
Otro ejemplo de esta acción de los
antagonistas es el curare. Conocido desde tiempo inmemorial por los
indígenas del Amazonas, este veneno se extrae de las raíces de una planta. Al
ser introducido al organismo mediante la punta de una flecha, se transporta a
través de la circulación hasta las sinapsis neuromusculares y ahí, provoca el
mismo efecto que el veneno de la cobra, es decir; antagoniza a los receptores
de la acetilcolina, con lo cual se impide la interacción normal de este
transmisor con su receptor y se interrumpe la comunicación nervio-músculo. El
resultado es la muerte por paro respiratorio. Es por ello que las flechas
envenenadas con curare son mortales a pesar de que no lesionen ninguna víscera
vital.
Los antagonistas de los receptores
actúan de esa forma en muchas ocasiones porque en su estructura química tienen
una parte de su molécula suficientemente parecida a la del neurotransmisor
natural, lo que les permite acomodarse en el sitio activo del receptor; o sea,
la parte de la proteína con la que se asocia el transmisor. Pero la similitud
llega hasta allí. El receptor no responde a la interacción con esta molécula
"impostora" y, por supuesto, no tienen lugar las reacciones que
normalmente ocurren con el transmisor natural. Es como si en una cerradura se
hubiera introducido, tal vez con un poco de esfuerzo, una llave falsa para
abrir la puerta que, en el caso de la sinapsis que emplea la acetilcolina como
neurotransmisor; es un canal de sodio. Peor aún, en muchos casos, como en el
del veneno de la cobra, la falsa llave se queda atorada en la cerradura y la
deja inutilizada, a veces durante tanto tiempo que la muerte sobreviene antes
de que la unión se rompa.
Los agonistas son moléculas que, en muchos casos por la similitud que
tienen con la estructura del neurotransmisor; también pueden ocupar el sitio
activo del receptor —la cerradura— pero, a diferencia de los antagonistas, los
agonistas funcionan aún mejor que los verdaderos neurotransmisores, lo cual
puede ser bueno, pero también muy peligroso. Esto es cierto particularmente en
el caso de que los neurotransmisores sean las catecolaminas, mismas que, como veremos, han tenido un papel clave
en la asociación de la neuroquímica con las emociones.